Los furanchos: Galicia en estado puro

En Galicia la tierra es como un tablero de ajedrez mal repartido: minifundios, parcelas diminutas heredadas de abuelos y bisabuelos que se fueron dividiendo con el paso de las generaciones. Así, no es raro encontrar un valle con decenas de propietarios y cada uno con sus cepas de albariño o de ribeiro. Y claro, tanto vino había que, en un momento dado, alguien se preguntó: “¿y qué hacemos con el excedente?”

La respuesta fue brillante en su sencillez: abrir las puertas de casa, sacar unas mesas de madera, preparar cuatro platos de cocina casera y ofrecer el vino al vecindario. Así nacieron los furanchos, esos lugares medio clandestinos, medio míticos, donde el protagonista absoluto no es la vajilla ni el servicio, sino el producto: vino de la cosecha propia, platos abundantes y precios que parecen sacados de otra época.

En los buenos furanchos, los que merece la pena buscar, manda la calidad. El albariño entra fresco, directo, sin disfraces, y el ribeiro recuerda a lo que siempre fue: un vino sincero, alegre, hecho para compartir. La comida acompaña con generosidad: empanadas que pesan medio mundo, chorizos al vino, tortilla jugosa, carne al caldeiro… Nada de raciones tímidas: aquí se come como si no hubiera un mañana.

Visitar un furancho es entrar en la Galicia auténtica, la que no aparece en los folletos turísticos. Allí, entre jarras que se rellenan sin pedirlo y platos que llegan antes de que se acaben los anteriores, uno entiende que lo importante no es la sofisticación, sino la abundancia bien entendida: vino honesto, comida de verdad y hospitalidad sin medida.

En el CEAG y en Javier Tros lo hemos comprobado en nuestras visitas. Y créanme: pocas experiencias resumen mejor el espíritu gallego que una tarde en un furancho. Sencillez, autenticidad y ese humor socarrón que siempre acompaña a un buen trago de albariño.

Al final, un furancho es eso: Galicia en estado puro.

Javier Tros 629 15 61 37

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